Doña Flor y sus dos maridos / Doña Flor and Two Husbands

Doña Flor y sus dos maridos / Doña Flor and Two Husbands

by Jorge Amado
Doña Flor y sus dos maridos / Doña Flor and Two Husbands

Doña Flor y sus dos maridos / Doña Flor and Two Husbands

by Jorge Amado

Paperback(Spanish-language Edition)

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Overview

¿Es posible que una mujer ame a dos hombres al mismo tiempo?

A nadie sorprende cuando el encantador pícaro Vadinho dos Guimares—empedernido jugador y mujeriego incorregible—muere durante el carnaval. Su desconsolada esposa se dedica a la cocina y a sus amigas, hasta que conoce al joven doctor Teodoro y decide asentarse.

Pero después de la boda, pasionalmente insatisfecha, Doña Flor empieza a soñar con las atenciones amorosas de su primer marido. Pronto el propio Vadinho reaparecerá, dispuesto a reclamar sus derechos conyugales.

Jorge Amado, uno de los escritores más importantes en Latinoamérica, ha dado vida a tres personajes literarios de fama mundial. Doña Flor y sus maridos es un auténtico clásico que ratifica que toda gran historia de amor y sensualidad posee un ingrediente sobrenatural.

Product Details

ISBN-13: 9780307279552
Publisher: PRH Grupo Editorial
Publication date: 06/10/2008
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 480
Sales rank: 681,129
Product dimensions: 5.24(w) x 8.02(h) x 1.02(d)
Language: Spanish

About the Author

Jorge Amado (1912-2001) es tal vez el escritor brasileño más conocido en el mundo. En muchas de sus obras se mezclan los temas naturalistas con un humor obsceno y se describe el mágico ambiente de la gente humilde de Bahía. A los dieciocho años publicó su primera novela, El país del carnaval (1931). Tierra del sinfín (1944), considerada una de sus obra maestra, describe la dura vida de los trabajadores de las plantaciones de cacao. En 1961 fue elegido miembro de la Academia Brasileña de Letras. Doña Flor y sus dos maridos (1966), quizá su novela más famosa, fue llevada al cine por Bruno Barreto en 1976.

Read an Excerpt

1
Vadinho, el primer marido de doña Flor, murió un domingo de carnaval, por la mañana, cuando, disfrazado de bahiana, sambaba en un bloco, con la mayor animación, en la Plazoleta Dos de Julio, no lejos de su casa. No pertenecía al grupo, acaba de mezclarse en él, en compañía de cuatro amigos más, todos con traje de bahiana, y venían de un bar en Cabeza, donde el whisky había corrido a mares a cargo de un cierto Moysés Alves, hacendado del cacao, rico y manirroto.

Al bloco lo dirigía una pequeña y afinada orquesta de guitarras y flautas; en el cavaquiño, Carlitos Mascarenhas, un flacuchín celebrado en los prostíbulos, ¡ah!, un cavaquiño divino. Vestían los muchachos de gitanos y las chicas de campesinas húngaras o rumanas; jamás, sin embargo, húngara o rumana o incluso búlgara o eslovena se meneó como ellas se meneaban, mulatas en la flor de la edad y la gracia.

Vadinho, el más animado de todos, al ver al grupo asomar en la esquina y al oír el punteo del esquelético Mascarenhas en el cavaquiño sublime, se adelantó rápido, se apostó ante la rumana cargada de color, una grandota, monumental como una iglesia —y era la Iglesia de San Francisco, pues se cubría con un desparramo de lentejuelas doradas—, y anunció:

—Allá voy, mi rusa de Tororó.

El gitano Mascarenhas, también él abusando de abalorios y canutillos, festivas argollas colgadas de las orejas, se entregó al cavaquiño,
las flautas y las guitarras gimieron, Vadinho cayó en el samba con aquel su ejemplar entusiasmo, característico de todo cuanto hacía, excepto trabajar. Giraba en medio del grupo, zapateaba frente a la mulata, avanzaba hacia ella en floreos y ombligazos, cuando, de golpe, lanzó una especie de ronquido sordo, vaciló en sus piernas, se inclinó a un lado, y rodó por el piso echando una baba amarilla por la boca donde la mueca de la muerte no lograba apagar del todo la satisfecha sonrisa del juerguista definitivo que había sido.

Los amigos hasta pensaron que era la cachaza, no los whiskis del hacendado: no serían esas cuatro o cinco dosis capaces de dominar a un bebedor de la clase de Vadinho, sino toda la cachaza acumulada desde la víspera del mediodía cuando oficialmente inauguraron el carnaval en el Bar Triunfo, en la Plaza Municipal, que se le subió toda de una vez y lo derrumbó adormecido. Pero la mulata grandota no se dejó engañar: enfermera de profesión, estaba acostumbrada a la muerte, la frecuentaba diariamente en el hospital. No, empero, tan íntima al punto de darle ombligazos, de guiñarle un ojo, de sambar con ella. Se inclinó sobre Vadinho, le puso la mano en el cuello, se estremeció, sintiendo un frío en el vientre y en la columna:

—¡Está muerto, Dios mío!

Otros tocaron también el cuerpo del muchacho, le tomaron el pulso, le alzaron la cabeza de melena rubia, le buscaron el palpitar del corazón. Nada consiguieron, era en vano. Vadinho había desertado para siempre del Carnaval de Bahía.

2
Fue un alboroto en el grupo y en la calle, un revuelo por los alrededores, un dios nos ayude que sacudió a los carnavaleros, y para colmo la escandalosa Anete, profesorita romántica e histérica, aprovechó la buena oportunidad para un ataque de nervios, con pequeños gritos agudos y amenazas de desmayo. Toda aquella representación en honor al afectado Carlitos Mascarenhas, por quien suspiraba la melindrosa propensa a las escenitas, diciéndose ella misma hipersensible, estremeciéndose como una gata cuando él pulsaba el cavaquiño. Un cavaquiño ahora silencioso, colgando inútil de las manos del artista, como si Vadinho se hubiera llevado consigo al otro mundo sus últimos acordes.

Vino gente corriendo de todas partes, pronto la noticia circuló por las inmediaciones, llegó a San Pedro, a la Avenida Siete, a Campo Grande, apiñando curiosos. En torno del cadáver se reunía una pequeña multitud codeándose en comentarios. Un médico residente en Sodré fue convocado y un guardia de tránsito sacó un silbato y soplaba sin parar como para anunciar a la ciudad entera, a todo el Carnaval, el fin de Vadinho.

¡Pero si es Vadinho, pobrecito!, constató un mascarita, con una media por careta, perdida la animación. Todos reconocían al muerto, era vastamente popular, con su alegría radiante, su bigotito recortado, su altivez de malandro, querido sobe todo en los lugares donde se bebía, jugaba, y farreaba y allí, tan cerca de su domicilio, no había quien no lo identificara.

Otro enmascarado, éste vestido de arpillera y cubierto con una cabezota de oso, atravesó el cerrado grupo y logró acercarse y ver. Se sacó la máscara dejando expuesta una cara afligida, de bigotes caídos y cráneo calvo y murmuró:

—Vadinho, mi hermanito, ¿qué fue lo que te hicieron?

¿Qué fue lo que le pasó, de qué murió?, se preguntaban unos a otros, y había quien respondiese: fue la cachaza; una explicación por demás fácil para tan inesperada muerte. Una vieja encorvada se paró también, echó un vistazo y constató:

—Tan joven todavía, ¿por qué morir tan pronto?

Preguntas y respuestas se cruzaban, mientras el médico apoyaba la oreja sobre el pecho de Vadinho, en una constatación final e inútil.

Estaba sambando, con una animación enorme y sin avisar nada a nadie cayó de costado ya todo lleno de muerte, explicó uno de los cuatro amigos, curado por completo de la cachaza, súbitamente sobrio y conmovido, medio avergonzado con ropas femeninas de bahiana,
las mejillas rojas de carmín, profundas ojeras negras, trazadas con corcho quemado, bajo los ojos.

El hecho de que estuvieran disfrazados de bahianas no debe llevar a pensar con malicia sobre los cinco muchachos, todos ellos machos comprobados. Se vestían de bahianas para jugar mejor, por farsa y diversión, y no por tendencia a lo afeminado, a sospechosas rarezas.
No había un marica entre ellos, alabado sea Dios. Vadinho, inclusive, se había atado, bajo la enagua blanca y almidonada, una enorme raíz de mandioca y, a cada paso, levantaba la falda y exhibía el trofeo descomunal y pornográfico, haciendo que las mujeres se taparan con las manos el rostro y la risa, con maliciosa vergüenza. Ahora la raíz colgaba abandonada sobre el muslo descubierto y no hacía reír a nadie. Uno de los amigos vino y la desató de la cintura de Vadinho. Pero ni así el difunto quedó decente y recatado, era un muerto de Carnaval y no exhibía siquiera sangre de bala o de cuchillada corriéndole por el pecho, capaz de rescatar su aire de mascarita.

Doña Flor, precedida, es claro, por doña Norma dando órdenes y abriendo paso, llegó casi al mismo tiempo que la policía. Cuando apareció en la esquina, apoyada en los brazos solidarios de las comadres, todos adivinaron que era la viuda, pues venía suspirando y gimiendo, sin intentar controlar los sollozos, deshecha en llanto. Por lo demás, vestía un batón casero y muy gastado con el que cuidaba del aseo del hogar, calzaba pantuflas peludas y para colmo estaba despeinada. Aun así era bonita, agradable de ver: pequeña y llenita, de una gordura sin rollitos, el color bronceado, los lacios cabellos tan negros al punto de parecer azulados, ojos de requiebro y labios gruesos un tanto abiertos sobre los dientes blancos. Apetitosa, como acostumbraba clasificarla el propio Vadinho en sus días de ternura, raros tal vez aunque inolvidables. Quién sabe, debido a las actividades culinarias de la esposa, en esos idilios Vadinho le decía mi torta de choclo tierno, mi acarajé tentador, mi pollita gorda, y tales comparaciones gastronómicas daban justa idea de cierto encanto sensual y casero de doña Flor que se escondía bajo una naturaleza tranquila y dócil. Vadinho le conocía las debilidades y las sacaba al sol, aquella ansia controlada de tímida, aquel recatado deseo que se hacía violencia y hasta incontinencia al liberarse en la cama. Cuando Vadinho estaba de ánimo, no existía nadie más encantador y ninguna mujer sabía resistírsele. Doña Flor jamás había logrado negarse a su fascinación ni siquiera si a eso se disponía llena de indignación y de rabia recientes, pues, en repetidas ocasiones, había llegado a odiarlo y a renegar del día en que había unido su suerte a la del bohemio.

Pero yendo angustiada, al encuentro de la intempestiva muerte de Vadinho, doña Flor iba atontada, vacía de pensamientos, de nada se acordaba, ni de los momentos de densa ternura, menos aún de los días crueles, de angustia y soledad, como si al expirar quedara el marido despojado de todos los defectos o como si no los hubiera tenido en su breve paso por este valle de lágrimas.

Fue breve su paso por este valle de lágrimas, sentenció el respetable profesor Epaminondas Souza Pinto afectado y precipitado, intentando saludar a la viuda, darle el pésame, antes incluso de que ella llegara junto al cuerpo del marido. Doña Gisa, también profesora y hasta cierto punto también respetable, contuvo la precipitación del colega y se aguantó la risa. Si en verdad había sido breve el paso de Vadinho por la vida —acababa de cumplir treinta y un años—, para él, doña Gisa bien lo sabía, no había sido el mundo un valle de lágrimas y sí, escenario de farsas, tentaciones, embustes y pecados. Algunos de ellos afligentes y confusos, sin duda, sometiendo a su corazón a arduas pruebas, a agonías y sobresaltos: deudas por pagar, pagarés por descontar, garantes por convencer, compromisos asumidos, plazos improrrogables, reclamos y escribanos, bancos y usureros, caras de perro, amigos elusivos, por no hablar de los sufrimientos físicos y morales de doña Flor. Porque, consideraba doña Gisa en su portugués arrevesado —era vagamente norteamericana, se había naturalizado y se sentía brasileña, pero al demonio de la lengua, ¡ah! no lograba dominarlo—, si había habido lágrimas en el breve paso de Vadinho por la vida, habían sido las lloradas por doña Flor, que fueron muchas, y alcanzaban de sobra para la pareja.

Ante tan súbita muerte, doña Gisa no pensaba en Vadinho más que con saudade: le caía simpático, a pesar de todo; tenía un lado gentil y cautivante. No por eso, sin embargo, ni por encontrarse él allí, en la Plazoleta Dos de Julio, muerto, tendido en la calle, vestido de bahiana,
iría ella de repente a santificarlo, torcer la realidad, inventar otro Vadinho hecho de una sola pieza. Así le explicó a doña Norma,
su vecina e íntima amiga, pero no obtuvo de la comadre el esperado apoyo. Doña Norma muchas veces le había dicho de todo a Vadinho,
peleaba con él, le echaba unos sermones monumentales, había llegado un día hasta a amenazarlo con la policía. En aquella hora postrera y afligida, empero, no deseaba comentar las predominantes y desagradables facetas del finado, quería sólo alabar sus lados buenos, su gentileza natural, su solidaridad siempre lista a manifestarse, su lealtad a los amigos, su indiscutible generosidad (sobre todo si la practicaba con el dinero ajeno), su irresponsable e infinita alegría de vivir. Además, tan ocupada en acompañar y socorrer a doña Flor, ni tenía oídos para doña Gisa con su dura verdad. Doña Gisa era así: la verdad por encima todo, a veces al punto de hacerla parecer áspera e inflexible; tal vez aquella era una actitud de defensa contra su buena fe, pues era crédula hasta lo absurdo y confiaba en todo el mundo. No, no recordaba los desatinos de Vadinho para criticarlo o condenarlo, lo quería y con frecuencia se perdían los dos en largas pláticas, doña Gisa interesada en aprender la psicología del submundo donde Vadinho se movía, él contándole casos y espiándole en el escote del vestido el nacimiento de los senos magníficos y pecosos. Tal vez doña Gisa lo comprendiera mejor que doña Norma, pero, al contrario de la otra, no le descontaba ni siquiera un defecto, no iba a mentir sólo porque se había muerto. Ni a sí misma doña Gisa se mentía, salvo cuando eso se volvía indispensable. Y no era el caso, obviamente.

Doña Flor cruzaba entre la gente detrás de doña Norma que le abría camino con los codos y con su extendida popularidad: —Vamos, apártense gente mía, dejen a la pobre que pase…

Allí estaba Vadinho en el piso de adoquines, la boca sonriente, todo blanco y rubio, todo lleno de paz e inocencia. Doña Flor se quedó un instante quieta, contemplándolo como si le costara reconocer al marido o tal vez, más probablemente, aceptar el hecho, ahora indiscutible,
de su muerte.

Pero fue sólo un instante. Con un alarido arrancado del fondo de las entrañas, se lanzó sobre Vadinho, se aferró al cuerpo inmóvil, besándole los cabellos, el rostro pintado con carmín, los ojos abiertos, el atrevido bigote, la boca muerta, para siempre muerta.

3
Era domingo de carnaval, ¿quién no tenía aquella noche un corso de automóviles en que participar, una fiesta en la cual divertirse, un programa para la madrugada? Pues bien: con todo, el velorio de Vadinho fue un éxito. Un auténtico éxito, como orgullosamente constató y proclamó doña Norma.

Los hombres encargados del transporte dejaron el cuerpo sobre la cama, en el dormitorio, recién después los vecinos lo llevaron a la sala.
Los de la morgue estaban apurados, su trabajo aumentaba con el carnaval. Mientras los demás se divertían, ellos lidiaban con los difuntos, con las víctimas de accidentes y peleas. Arrancaron la sábana inmunda que envolvía el cadáver, y entregaron el certificado a la viuda.

Vadinho quedó desnudo como Dios lo puso en el mundo, encima de la cama matrimonial, una cama de hierro con cabecera y pie trabajados,
comprada de segunda mano por doña Flor en un remate de muebles, cuando el casamiento, seis años antes. Doña Flor, sola en el cuarto, abrió el sobre, estudió el parecer de los médicos. Movió la cabeza a uno y otro lado, incrédula. ¿Quién diría? ¡Aparentemente tan fuerte y sano, tan joven todavía!

Se jactaba Vadinho de jamás haber estado enfermo y de ser capaz de pasar ocho días y ocho noches sin dormir, jugando y bebiendo o de farra con mujeres. ¿Y a veces no pasaba realmente ocho días sin aparecer por casa, dejando a doña Flor desesperada, como loca? Sin embargo, allí estaba el laudo de los doctores de la Facultad: era un hombre condenado, hígado inservible, riñones estropeados, corazón hecho pedazos. Podía morir en cualquier momento, como había muerto. Así, de repente. La cachaza, las noches en los casinos, las orgías, las corridas locas en busca de dinero para el juego habían arruinado aquel organismo bello y fuerte, dejándole sólo la apariencia. Sí, porque, mirándolo sólo por el lado de afuera, ¿quién lo juzgaría tan implacablemente liquidado?

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